martes, 18 de agosto de 2009

CRITICA

Última generación y antigua tecnología pesadillesca: esa ambivalencia podría definir crudamente al muy joven Lucas Pertile, cuyos cuadros –técnica mixta sobre papel encerado y algún óleo sobre tela– evocan fauces, mamíferos en pugna, cuernos, ojos, pirámides, templos, arcos, erigiendo densidad donde todo confronta y las partes se miden rabiosamente. Logra flores del bien y el mal en infierno y paraíso a la máxima expresión de color. "Me gusta trabajar con lo oculto, con animales inexplicables, sobrenaturales" dice él, mientras a contrapelo de su biografía académica –ligada a la arquitectura y al diseño–  pulsa la visceralidad ritual  de Altamira, vislumbra el crepúsculo de la caverna alegórica. Desata, sin proponérselo, el despliegue onírico de un Chagall. Providencialmente, su ocultismo tiene carnadura real: en su propia explosión cromática, Lucas sueña un insomnio.


Gabriel Sánchez Sorondo
 
                                                                      


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